Magritte, el pintor paradójico

Por: Carlos Ardohain

A partir de la aparición de la fotografía, la pintura no ha parado de cuestionarse a sí misma, de someterse a indagaciones esenciales.

Desde que se libró de la obligación de representar, de registrar, de su fidelidad a la realidad, al objeto, sufrió una transformación radical: se constituyó ella misma en objeto, en cosa, en tema. Un tema para sí misma, casi un rulo solipsista, pero un solipsismo que contiene todo el sentido humano que genera la práctica del arte.

El siglo XX fue un vasto escenario de operatorias disímiles, a veces contradictorias en estos cuestionamientos.

El caso de René Magritte es paradigmático, uno estaría tentado a decir (o a pensar) que es un pintor que pinta con el pensamiento. Un pintor que creía en “la importancia del misterio evocado de hecho por lo visible y lo invisible, y que puede ser evocado en teoría por el pensamiento que une las cosas en el orden que evoca el misterio”.1

En su ensayo dedicado a René Magritte titulado Esto no es una pipa, publicado en español por Editorial Anagrama, Foucault transita estos asuntos, y revela que Magritte ha puesto en crisis uno de los principios básicos de la pintura occidental: la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un ligamen representativo. En los cuadros de Magritte no se representa, no se afirma nada: el “juego infinito de las semejanzas” se repliega incesantemente sobre sí mismo, sin reenviar a ningún original. No es extraño que justamente el autor de Las palabras y las cosas se interesara de esta forma por la obra de Magritte, en la que justamente hay un juego desplegado entre palabras e imágenes.

1. Fragmento de una carta de Magritte dirigida a Michel Foucault el 23 de mayo de 1966

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