DEGAS


Edgar Degas - La estrella


Es arduo volver a la Opera. Estás enfermo. Siempre, de algún modo, te ha dolido algo. Pero ahora es diferente. Tienes demasiada edad. Te parece excesivo haber pasado el umbral de los 80 años. Y además los ojos: sensibles al frío, al calor, al polvo, al polen, a la lluvia. Pobres ojos de pintor, del todo desgastados. “Umbral”, has dicho, casi como un susurro. Útil palabra a la hora de nombrar tu búsqueda. Ese instante donde el movimiento debe detenerse en la pintura. Donde la quietud y la velocidad se funden. Piensas eso, eres obsesivo en ese tema, mientras avanzas, la mano apoyada en el bastón, por las calles que conducen a la Opera. Te pesan las piernas, el abrigo, el sombrero. La barba, incluso, te pesa mucho más que los años. Mucho más que los cuadros que has pintado. Apenas logras vislumbrar la gente. La ves como fulgores que van y vienen entre masas que son coches y árboles y casas. Sonríes, irónico, cuando te consideras un perpetuo alucinado por culpa de tus ojos. Sabes, en todo caso, que ahí está el teatro de la Opera. Porque su sombra es inmensa. Porque toda morada íntima se reconoce a ciegas. Entras. Haces un antiguo recorrido por las salas. Escuchas el diálogo de un fagot, un contrabajo y una flauta. Y más allá, un poco en la distancia, un poco en todas partes, pasos que saltan. El zas dejado en el aire por brazos caídos y levantados una y otra vez. Un repentino pálpito se instala en tu pecho. De entre la bruma surge una figura. Atraviesa, rápida, tus contornos. La ves segando, como un sable espléndido, las tinieblas. Su cuerpo inventa a cada movimiento el espacio. Y tú vuelves a verlo todo con la claridad de antes. Sientes la alegría plena de asistir a un milagro. Pero ella se detiene. Te toma la mano. La ves guiándote a través de la transparencia. El umbral, le preguntas. Y ella responde, sin mirarte, sí, el umbral.

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© Pablo Montoya Campuzano

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