Hokusay


Hokusay.¨Autoretrato¨


Sobre qué asunto debo pintar, se pregunta Hokusay. El pintor va y viene por las alcobas sin hallar respuesta. Oei, su hija, le prodiga los servicios domésticos sin molestarlo demasiado. Hokusay creyó, durante años, que cada estampa, cada tinta, cada acuarela debía ser diferente. Ante sus ojos el mundo se extendía como una incansable representación de lo distinto. En esa época, Hokusay tenía una curiosidad infatigable. Y una perplejidad siempre renovada establecía un puente entre sus ojos y sus manos. La luz, la lluvia, el vuelo de la mariposa, la mariposa misma, aparecían como si fueran recién creados. La vida era la expresión de un milagro. Y Hokusay la miraba diciéndose: estoy presenciando la revelación. En el papel entonces una garza extendía sus alas al alba, un hombre lanzaba la barca al lago, el viento era polvo en el camino, un pie de cortesana resplandecía en los espejos. Pero Hokusay ahora es un anciano y casi no sale de la casa. Sus manos tiemblan a menudo. Los ojos, como dos escondidas estrellas, titilan débilmente. A veces se apagan y tardan en prenderse de nuevo. Un peso agobiante se le ha instalado en la espalda. En las noches despierta con calenturas que lo dejan extenuado. Oei, cuando lo ve así, le da infusiones de té cuyo vapor ve el viejo deshaciéndose entre los pliegues de sus kimonos. Poco a poco el alivio acaricia su respiración pedregosa. Y las cavilaciones sobre qué asunto pintar lo vuelven a asediar. Desde los seis años, piensa Hokusay, empezó a pintar todo tipo de cosas. Lo hecho por sus manos, hasta sus setenta, no merece elogio alguno. En realidad, con la vejez, él sólo ha comprendido mejor la forma de los insectos y los peces, de las flores y los árboles y las piedras. Ahora, que pronto va a cumplir los ochenta y seis, reconoce en su trabajo algo de progreso. Con un poco más de tiempo, se dice, podrá penetrar en la esencia del arte. Si llega a los cien años, supone, alcanzará a pintar lo maravilloso. Y con la ayuda de unas estaciones más, cree, sus líneas no dependerán de él, ni de otros ojos, porque para entonces tendrán vida propia. Hokusay se pierde en divagaciones de ese tipo. Y se plantea los motivos de sus futuros dibujos. Desde hace días una certeza lo viene cercando. Para Hokusay todo reflejo de las formas le parece repetición. Su ola suspendida es la prolongación de otra que nació y fue plasmada hace siglos. El movimiento de su pájaro en la rama lo hizo alguien anónimo en las generaciones de ayer. Su labriego, que regresa al pueblo en el crepúsculo, es una tarde, un caserío, un hombre ya trazados. Pero esta constatación no lo entristece. Más bien lo afirma en su oficio. Ser continuación de otros es entender que sus días no han transcurrido en vano. Todo es variación de un mismo origen, piensa Hokusay. La diferencia es un juego ilusorio. Y los colores, una máscara bajo la cual se esconde un mismo secreto. A Hokusay le divierte, incluso, estar sumergido en un universo de engaños luminosos. Oei entra en el cuarto con sigilo para recoger los recipientes. El viejo decide hablarle de sus reflexiones. Hay una sabiduría, le cuenta, donde somos ficticios. Ella lo mira perpleja y sonríe con respeto. El alivio de estas hojas vaporizadas, el bosque plasmado en el mantel, ése que se asoma en la ventana, tu voz capaz de llamarme, mis ojos que te agradecen. Todo, absolutamente todo, es ficticio. Oei termina haciendo una venia. No responde porque su padre sólo afirma para preguntarse a sí mismo. Hokusay la ve salir envuelta en una lentitud que es otra apariencia de la luz del universo. La belleza es lo único existente, considera. Y no es verdad que esté tramada de ficciones. Es una incesante reunión de fugacidades. Hokusay parpadea. Sus ojos se apagan. Espera unos segundos. Las imágenes regresan. La fugacidad, acaba de saberlo, es el asunto hallado.



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© Pablo Montoya Campuzano

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